Hay veces resulta mágico como un
buen día soleado puede levantar tus niveles de serotonina en tu cuerpo. Como
unos pequeños y tenues rayos de sol pueden acariciar tu piel, reviviéndola, quitándole
el abrigo de invierno que suele volvernos por unos meses seres sombríos, con el
rostro lívido y hastiados del mismo cielo rojo limeño que inunda nuestras
noches.
Y poco a poco llega mi verano,
que se resiste a acogerme y me hace esperar. Pero mientras me mantiene en vilo,
las aves comienzan a regresar, me sorprenden con su vuelo aireado, sus danzas
multicolores y sus suaves melodías que me suelen relajar.
El verde de las hojas se va tornando
más fuerte y mientras camino por esos senderos, algunos botones de flores se
abren y me muestran sus secretos.
No hay mejor momento que aquellos
que no tienen precio. Aquellos en donde tan solo por mirar al cielo una sonrisa
se dibuja en tu rostro, aquellos en donde dejas que tus brazos se abran y se
vuelvan uno con el suave viento y cuando las aves pasan volando por tu lado,
pienses, remotamente algo así debe ser poder surcar por los cielos.
Algo tan frugal puede hacerme
sentir viva, hacerme notar que tras mi casaca o mi chompa hay un pequeño tambor
que mantiene su redoble todo el año aún cuando me olvido de él en los días fríos,
en donde mi cuerpo se resiste a abandonar la calidez de mi alcoba y en donde me dejo llevar por las miríadas garuas
que enjuagan mi alma.
Con un poco de sol y acompañada de un sabroso postre, teniendo una
buena compañía puedo olvidarme de todo. No se necesita mucho para robarle
momentos de felicidad a la vida, y si esta te sorprende quitándote algo, como quizá
tus lentes que te acompañan casi siempre en las buenas y en las malas... Qué más
queda que dar un suspiro de condolencia, achinar bien los ojos para poder mirar
de lejos y seguir disfrutando de mi sonrisa, aunque efímera, aún la puede
sentir grabada en mis labios.
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